“Voy a hacer una hora de adoración en la parroquia”, “tengo que honrar
mi compromiso semanal con el Santísimo”, “este mes me toca mi turno de adoración nocturna”. Estas y otras formulaciones por el estilo sugieren que quien las dice irá a rezar ante la
Eucaristía expuesta en la custodia o reservada en el sagrario. No siempre es fácil tener a mano la presencia real de Jesús esplendente en el ostensorio. En cambio, Él está permanentemente
accesible en todos los sagrarios; está “escondido” ahí, y muchas veces, solito… a nuestra espera.
Está en el sagrario “como que” durmiendo, más o menos como en la barca zarandeada por la
tempestad en el mar de Galilea. Los sagrarios son oasis de paz en las agitadas urbes de nuestros días. El Evangelio narra que los apóstoles, “hombres de poca fe”, despertaron al Maestro
para pedir auxilio: “¡Sálvanos que perecemos!” (Mt 8, 25-26). Más, en nuestras ciudades, tan llenas de peligros ¡cuán pocos acuden al tabernáculo!
Pero sí, gracias a Dios, hay personas que visitan al Santísimo; van a rezar por la solución de
los problemas que más inmediatamente les aquejan: una enfermedad, falta de trabajo, crisis en la familia, dificultades espirituales, etc. Por cierto, el Señor acoge bondadosamente el pedido y la
persona sale de la cita reconfortada. Ahora, suele suceder que las apremiantes necesidades de la Iglesia, las del propio país y las de la humanidad como un todo, se tienen en poca cuenta. Y en
eso, los criterios deberían ajustarse mejor.
El 15 de octubre celebramos en el calendario litúrgico a Santa Teresa de Jesús, mística y Doctora
de la Iglesia. Ella puede orientarnos sobre una manera de rezar ante el Santísimo; sin duda no es la única, pero es, como se verá, una modalidad espléndida. Con el amor y la ciencia que la
caracterizan nos da una pista para hacer lo que llamábamos un “ajuste de criterios”. Recordemos que la Iglesia otorga el título de Doctor/a, a quienes se han caracterizado por su erudición y en
reconocimiento como eminentes maestros de la fe para los fieles de todos los tiempos. La súplica, tomada del “Camino de Perfección”, es siempre de actualidad ¡habiendo pasado casi cinco
siglos!
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“Padre Santo, que estáis en los cielos, no sois Vos desagradecido para que piense yo dejareis
de hacer lo que os suplicamos, a honra de vuestro Hijo. No por nosotros, Señor, que no lo merecemos, sino por la Sangre de vuestro Hijo y sus merecimientos, y de su Madre gloriosa, y de tantos
mártires y Santos como han muerto por Vos.
¡Oh Padre Eterno! Mirad que no son de olvidar tantos azotes e injurias y tan gravísimos
tormentos. Pues, Criador mío, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras que lo que se hizo con tan ardiente amor de vuestro Hijo sea tenido en tan poco?
Está ardiendo el mundo, quieren tornar a
sentenciar a Cristo, quieren poner su Iglesia por el suelo: deshechos los templos, perdidas tantas almas, los sacramentos quitados. Pues, ¿qué es
esto, mi Señor y mi Dios?! O dad fin al mundo, o poned remedio en tan gravísimos males, que no hay corazón que los sufra, aún de los que somos ruines.
Os suplico, pues, Padre Eterno, que no lo sufráis ya Vos, atajad este fuego, Señor, que, si queréis, podéis; algún medio ha de haber, Señor mío; póngale vuestra Majestad. Habed lástima de tantas almas como se pierden, y favoreced vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños en la Cristiandad. Señor: dad ya luz a estas
tinieblas. Ya, Señor, ya. Señor, haced que sosiegue este mar; no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos, Señor mío, que perecemos. Amén”.
Esta manera de rezar no es, como suele decirse, “políticamente correcta”, sale de los esquemas
clásicos. Entretanto, desde los puntos de vista teológico y literario – en ambas arenas la santa es insuperable – su pluma es de una impecable ortodoxia y exquisita elegancia. En las expresiones
que utiliza se ve el brío propio de su suelo natal, y un estilo muy del Siglo de Oro español. Pero estos predicados tan apreciables son cualidades naturales. Lo que más se valora en la plegaria
es el fuego del Espíritu Santo viviendo en un alma enamorada de la Iglesia. Dígase entre paréntesis que este modo de orar está en plena consonancia con lo que vemos en el Salmo 119 al hacer el
elogio de la Ley Divina: “Es hora de que actúes, Señor, han quebrantado tu ley. Yo amo tus mandatos más que el oro purísimo; por eso aprecio tus decretos y detesto el camino de la mentira
(…)”.
No olvidemos que en la oración es necesario estar atentos a la voz del Señor que de una manera
íntima y misteriosa se comunica con el fiel, porque la oración es un diálogo, pide interlocución, no debe ser un soliloquio estéril; Dios no es ni sordo ni mudo…
También, digamos que el culto eucarístico comporta ese aspecto reparador que esta oración
resalta; el deseo de que la justicia sea satisfecha, el bien sea exaltado y el mal humillado. Porque a la vista de las ofensas hechas a Dios, un católico militante, consciente de sus compromisos
bautismales, no puede contentarse con lamentos desolados; su inconformidad lo debe llevar a orar y a hacer lo que esté a su alcance, por poco que sea, para que las cosas cambien.
Este texto inspirado bien podría ser meditado ante el Santísimo, ¿por qué no? Por cierto, en sus
monasterios, los hijos espirituales de la Santa Madre (frailes y monjas) se deleitan con sus escritos y enseñanzas, subsidios indispensables para cultivar y testimoniar el carisma
teresiano.
Ante el Santísimo, pidamos con Teresa de Jesús: “No permitáis ya más daños en la Cristiandad.
Señor: dad ya luz a estas tinieblas. Señor, haced que sosiegue este mar; no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos, Señor mío, que perecemos”.
Mairiporá, San Pablo, octubre de 2024.