Se diría que el mundo está en bancarrota espiritual. Y si a eso le sumamos las actuales tensiones
internacionales, el panorama que se perfila está lejos de ser auspicioso. Pero… consideremos una muy confortante lección de la historia.
“Quédate con nosotros” (Lc 24,29) dijeron los discípulos de Emaús al Caminante que con
tanta paciencia y beneficio para sus almas les explicaba las Escrituras.
Como sabemos, iban hacia Emaús dos discípulos de Cristo desencantados y tristones que dejaban
atrás todo un drama que no supieron entender y preferían olvidar. Dejaban Jerusalén, el Cenáculo, sus amigos y todas las esperanzas y las promesas a las que habían dado crédito. Había un
agravante: se resistían a los signos que desafiaban a su conciencia embotada; “Es verdad que algunas mujeres de nuestro grupo nos han sobresaltado, pues habiendo ido muy de mañana al
sepulcro, y no habiendo encontrado su cuerpo, vinieron diciendo que incluso habían visto una aparición de ángeles, que dicen que está vivo” (Lc 24, 22-23) y: “algunos de los nuestros
fueron también al sepulcro y lo encontraron como habían dicho las mujeres…” (Lc 24, 24).
Duda, desánimo, ceguera. Se negaban a creer ante datos fehacientes.
Pero el Resucitado se les apareció en el camino emprendido, invirtiéndole el rumbo: después de
una celebración eucarística sui generis en un albergue de aldea, los dos tránsfugas – se llamaban Cleofás y Lucas – abrieron los ojos, reconocieron a Jesús, volvieron de prisa a Jerusalén
regresando al redil, “y contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24, 35).
El camino de Emaús significa, sencillamente, un camino de deserción que, por la intervención del
Señor, acabó convirtiéndose en camino de conversión. Así fue también, aunque en circunstancias y disposiciones diferentes, lo sucedido con Saulo en el camino de Damasco, un camino de maldad que
pasó a ser de salvación para el Apóstol y para la gentilidad.
Transcurridos veinte siglos de estos “caminos” – Emaús y Damasco --, hoy la
humanidad anda en rumbos desafortunados por las carreteras de la vida, dando las espaldas a la Iglesia que fue artífice de la cristiandad, cuando, en el decir de León XIII, “la filosofía del
Evangelio gobernaba los estados”. Cual madre amorosa, la Iglesia dispensó la gracia sobrenatural para que pudiese dilatarse el reino de Cristo, y ¡cuántos fueron receptivos al don de Dios!
Reflexionemos apenas sobre este hecho: Mucho antes de que existiesen los
dispendiosos ministerios actuales de educación, de salud, de defensa, de justicia y otros, eran los mensajeros del Evangelio -- monjes, religiosas y caballeros cristianos -- que administraban la
justicia, defendían los pueblos en las invasiones y las guerras, fundaban hospitales, escuelas, universidades y otros espacios de dignidad, domando la barbarie, extirpando la esclavitud,
dignificando a la mujer y amparando a los débiles.
Por entonces, la conciencia del deber y la idea de honra estaban encumbradas, se
respetaba la vida en todas sus etapas, las familias eran unidas y fecundas, y se era valiente para defender los derechos propios y ajenos, a veces al precio de la propia sangre. La religión se
profesaba sin respeto humano y florecía en todas las áreas de la existencia. Son innumerables los documentos que atestiguan esa realidad. En la raíz de estos logros está, por cierto, el
sacrificio del Calvario y su permanente renovación incruenta.
Como los dos de Emaús, la humanidad contemporánea va abandonando progresivamente la
fe cristiana. En vez de “abrir los ojos” y “retornar a Jerusalén”, se resiste a reconocer al amable Peregrino que le invita a la mesa de la Palabra y de la Eucaristía en las encrucijadas de su
loca andadura.
Sucede que las personas, a causa de la naturaleza herida por el pecado, no pueden,
sin el auxilio divino, cumplir su deber ni enmendarse de sus faltas. Es lo que proclama el Nuevo Testamento en dos afirmaciones que se equivalen. Una es: “Todo lo puedo en Aquel que me
conforta” (Flp 4, 13). Y la otra: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Ese “todo” y ese “nada” ¡son Palabra de Dios!
La miseria que demostramos en nuestro extravío fuera de las sendas de Dios no es un
atenuante que pueda justificarnos, antes bien, un acicate para recapacitar y revertir el caminar. En realidad, ese “todo lo puedo” presupone abandonarse al poder de Dios. Más que “hacer”,
se trata de “dejar hacer”. Y ese “nada” del Evangelio de Juan lleva al reconocimiento de la impotencia de la creatura. Entonces, ¿cómo comportarse a la vista de tal incapacidad?
Santa Maravillas de Jesús, religiosa española del siglo XX, fue, como Santa Teresa
de Jesús, mística, fundadora y reformadora de muchas comunidades de carmelitas descalzas; ella solía repetir una frase que era como su contraseña, su lema preferido, “Si tú le dejas…”. Hay que
dejar hacer a Dios. Multiplicamos planes, proyectos, originalidades y quimeras que nos distancian de Él en vez de dejarlo forjar su obra en nosotros y en la sociedad.
No se piense que retomar el camino perdido sea una vuelta atrás en el tiempo, rumbo
a un pasado añorado que habría sido mejor. Es abrir nuevas vías de futuro que nos vienen no del frágil ingenio de los hombres sino de la Divina Providencia. Más de que ir hacia Dios, se trata de
acogerlo y de suplicarle: “quédate con nosotros”.
En esta empresa nos ayudará la Virgen Madre.
Volvamos al Emaús de la historia sagrada. Los dos discípulos, por la fuerza del
misterio del “Pan partido”, fueron convertidos. Ahora, la energía propia del sacramento eucarístico continúa siendo siempre la misma y es capaz de transformar, no digamos tan solo a dos
andariegos extraviados, sino a la humanidad entera… ¡de más de siete mil millones de habitantes! Si el mundo se dejase vencer por el suave jugo del Santísimo… Oh mundo, “si tú le dejas”.
Lector, sé razonable y reconoce: si le dejo, impulsado por la omnipotentica del Pan
eucarístico partido, el mudo será mejor.
Mairiporá, Brasil, Julio de 2024.